La soledad es una condición inexistente, nunca estamos absolutamente solo, ni aun cuando nos auto-imponemos un exilio. Sin embargo es un fantasma que suele corroer lamente de los seres. Por eso es que algunos se aferran desesperadamente a las personas, temiendo que todo el mundo se fuera a desvanecer. Y como todo fantasma mientras mayor es el miedo más real parecen ser. Tales personas no acostumbran jamás estar consigo mismos y difícilmente se detienen a escucharse. Entonces nada parece tener sentido y huyendo de los espectros se alejan de toda compañía.
Se llamaba soledad y creía que esa era su maldición. Pero en los años de luchar contra ella creía haber encontrado un remedio, ya no lloraba las ausencias ni soportaba interminables duelos, sencillamente no dejaba que jamás nadie le haga un nido en su almohada.
Visitaba el bar de los rufianes melancólicos, desde mucho tiempo en que yo llegara una noche hace tiempo. Todos la conocían, todos sabían su historia porque que todos, menos el vasco, habían pertenecido a ella. Era una bella mujer, desplegaba cuando así lo deseaba su sensualidad como los pavos reales despliegan su colorido y complicado entramado cuando desean aparearse. No era de los clientes asiduos, pero como un cometa cada tanto dejaba ver su brillo a las espectros del bar. Entonces escogía una victima, la envolvía en su telaraña y se marchaban juntos del lugar. Nadie decía nada de ella, cada uno guardaba el secreto dentro de su corazón, sin embargo cada vez que entraba una similitud en las miradas, un gesto repetido en cada uno de ellos, demostraba que también habían compartido por una noche su soledad con ella.
Por supuesto que esto lo supe mucho después, no antes de haber sido uno más pude completar su historia y comprender su existencia.
Hacia muy poco tiempo que había anclado en aquel antro, era un día especialmente gris y bastante carente de personas interesantes dentro del recinto. El vasco espantaba las moscas con su repasador mientras silbaba un tango inventado y otros dos intentaban darle a la bola sin que su borrachera se lo permitiera. El aire como siempre estaba rancio, pero esa tarde el clima hacia que fuera especialmente denso. Yo garabateaba ideas en una hoja envejecida intentando encontrar la inspiración necesaria para vomitar las palabras justas que me permitieran concluir mi encargo.
Entonces cuando la octava campanada de la catedral anunciaba su hora, ella entro por el resquicio con una brisa que esparció su perfume en todo el salón. Levante la mirada en dirección a la puerta y un efecto de la luz casi menguante del día y la oscuridad del bar retrato su figura en mis retinas. Su mirada no me correspondió, indiferente se encamino a la barra y sonriéndole al vasquito pidió lo de siempre. Pobre cantinero su deseo le hacia creer que su condescendencia le había cohabitar su lecho algún día, pero la dama de negro era muy selectiva, jamás permitiría que un rostro familiar paliara sus ardores.
Con esfuerzo me libre de sus imagen para retornar a mi hoja vacía y mi botella a medio llenar, mas luego de un rato sentí su mirada calcinando mi nuca, un cosquilleo recorrió toda mi espina dorsal, obligándome a torcer mi postura y buscarla. Ella permanecía inmutable deglutiendo su cena y macerándola en su boca con un vino barato, mientras sus ojos me escrutaban penetrando mis ropas y carne. Una corriente invisible partió desde ella hacia mi, y me sacudió cada nervio, como un estúpido no pude evitar ruborizarme y obligue a mi cuerpo retomar su postura.
Lejos de poder concentrarme en la historia que intentaba plasma mi mente se pobló de su figura, así me vi retratando burdamente su silueta desnuda y deseándola. El ardor del deseo se apodero de mi cuerpo y por ello me vi yendo hacia ella e invitándola con una copa del mejor vino que aquella pocilga podía tener. Su sonrisa dilapido mi cordura, no dijo nada más y yo ya me encontraba sometido a sus pies. Balbucee el pedido al cantinero, quien me miro con todo el odio que nacía de sus ser, pero su alma comerciante le obligo a mi servidumbre.
Comencé a decir estupideces, mi mente no podía encontrar palabra alguna para elaborar una frase inteligente, ella no hacia más que sonreír, con lo cual me embriagaba más en mi locura. Por un instante creí perder su atención cuando entro otro parroquiano al ambiente, pero entonces por primera vez dije las palabras que me abrirían el acceso a muchos lechos.
- Soy escritor…-
Entonces sus ojos se posaron en los míos vertiginosamente, de haber sabido interpretar los iris había tenido suficiente como para poder conocer toda su vida a través de aquella ventana que se asomaba a mi mundo, sin embargo estaba demasiado borracho entonces y demasiado enloquecido como para leer su maldición grabada en su mirada desahuciada. Seguimos diciendo palabras sin sentido durante otra botella más y entonces cuando la oscuridad era un manto suficiente como para devorar dos figuras tambaleantes marchamos hacia su cubil.
Al aire y el contacto con sus labios incendiaron mi razón, no recuerdo exactamente como llegamos hasta su cama, solo permanece en mi ese ardor y intenso deseo que se apodero de todo mi ser. Sus gemidos me acompañaron durante muchas noches solitarias desde aquella vez, y el aroma de su cuerpo aun perdura en el lugar que el olfato registra su historial. Hasta entonces creí haber estado con las mejores, creí haber conocido la lujuria, pero ella me demostró que es cierto la frase aquella “solo se que no se nada”.
El alba despuntaba cuando me rendí exhausto a su lado exhalando mi suspiro final, de haber tenido un poco más de fuerzas hubiera visto en su mirada la misma expresión que el hombre que trajo la tormenta portaba.
El ruido de un microondas me despertó ya entrado el mediodía, abrí los ojos y la vi yaciendo a mi lado, sentí entonces que una pared de hielo se imponía entre nuestros cuerpos. Y antes de que intentara derretirla una niña de escasos 10 años entro en la habitación. El pudor me devolvió un poco dominio sobre mi ser, mas ella sin hacer caso de mi presencia camino hasta el bolso de Soledad tras hurgar en él se llevo lo que quería. Un solo segundo nuestras miradas se cruzaron y mi alma se conmovió por primera vez, luego miro a su madre que no daba señales de haberse dado por enterada y abandono el lugar. Yo permanecí allí extrañado, hasta que oí la puerta cerrarse. Entonces me levante, tome mis ropas y tímidamente recorrí el lugar. Encontré el santuario de la pequeña, donde una foto de su madre se hallaba rodeada de dibujos infantiles sobre una niña un hombre y una mujer. La figura de la niña y la mujer permanecían imperturbables en cada retrato, sin embargo la otra presencia era notablemente diferente en cada caso.
No se aun porque, pero rebusque en mis bolsillo y deje allí junto a al foto, todo lo que llevaba conmigo, luego me marche.